Mi defensa pública del Naranjito, mascota oficial de los mundiales de fútbol celebrados en España en 1982, comenzó hace un par de años durante una cena con algunos amigos que entendían el cítrico como un símbolo cutre y hortera de la España de los ochenta y como un doloroso recuerdo del persistente fracaso de la selección española de fútbol en las competiciones oficiales.
Mi defensa empezó como una broma y como un guiño a tres viejos compañeros de carrera que reivindicaban su figura por los pasillos del Colegio de Málaga de Alcalá de H. Pero muy pronto, la naranja animada dejó de parecerme intranscendente y se convirtió en objeto de análisis porque, a favor o en contra, casi nadie queda indiferente ante su alegre figura.
El estudio de las mascotas de los eventos culturales y deportivos nos ofrece la oportunidad de conocer los procesos de creación simbólica de la sociedad que les dio vida. La información que aportan el Naranjito y sus compañeros de viaje Citronio y Clementina de la España de 1982 es magnífica tanto a nivel económico, como estético y simbólico.
En la naturaleza el color naranja precede a un cambio de estado luminoso, como ocurre al aparecer u ocultarse el sol, lo cual puede interpretarse como un momento muy especial, de transición, donde las formas y los tonos cambian. Del mismo modo, la naranja deportista, a medio camino entre el amarillo y el rojo, se convirtió en la encarnación de una España joven que se enfrentaba con ilusión al reto de la convivencia en democracia, una España ingenua que pasaba página y se disponía a disfrutar de las libertades conseguidas, una España optimista para la que cualquier tiempo pasado fue siempre peor.
Muchos de los que me lean pensarán que me dejo llevar por la fuerza del imaginario e insistirán en el ácido españolismo del monigote que como recuerda Quim Monzó fue la última mascota de una prehistoria gráfica que se acababa con él.
No estoy en condiciones de negarles, pero mantengo mi defensa del Naranjito para reivindicar la sensación infantil e inocente que transmiten sus trazos, el presentimiento barellense de que todo está aún por hacer.
Soy consciente de que esta felicidad tiene cierta similitud con El increíble hombre menguante, que su efecto perverso se ofrece en dosis más y más pequeñas a medida que envejecemos. Muchos de los que me leen habitualmente saben de la enorme tristeza que habita mis páginas y espero, por ello, que comprendan este guiño al humor, la vitalidad y la esperanza, este pequeño homenaje a la sonrisa de aquella niña de diez años que alguna vez fui y que nunca dejó de creer que la tierra era, como sospechaba Paul Eluard, azul como una naranja.
Fuente: Luke, 2005.
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